Desde el año 2030, si en mis lagunas sé ubicarme, el gobierno decidió crear un sistema de control de población mundial. La gente desaparecía y aparecía de nuevo según era conveniente por la población mundial, la economía o porque a los partidos políticos les interesaba por alguna razón que desconozco.
Recuerdo bien aquel día: 19 de mayo de 2032, era martes y salíamos de la universidad; tú eras de ciencias. Recuerdo cuánto amabas la carrera de medicina y yo, de letras, estudiaba la carrera de Derecho. Recuerdo perfectamente tu sonrisa aquel día, seguro que la mía tampoco se quedaba atrás. Después de mucho, ambos teníamos una tarde libre que coincidía; tarde que pasaríamos juntos, como cada vez que podíamos, aunque no eran muchas las ocasiones.
Caminábamos hacia mi piso, pasando por un parque cercano, los árboles estaban en flor, cosa que te fascinaba, y por ello siempre te oculté mi alergia al polen. Los niños jugaban al escondite y las abuelas charlaban en los bancos y, por un efímero instante, sentí que todo era perfecto.
Hasta que, cuando caminábamos, exclamaste mi nombre con la voz quebrada. Me giré y vi algo que jamás me hubiese gustado ver; te miré de arriba abajo y observé cómo empezabas a desaparecer. Con las manos temblorosas me acariciaste la cara y, aun siendo tú quién se iba, me limpiaste las lágrimas y me consolaste cuando comencé a llorar. Recuerdo nuestro último abrazo, cómo me aferré a tu cuerpo, qué pronto desapareció, y con él, una parte de mí.
El tiempo pasó y terminé la carrera. Recuerdo que, tras emborracharme en la fiesta de graduación, lloré con tu recuerdo y extrañé más que nunca tu presencia: tus manos en mi cintura, tu cabeza en mi hombro y que me susurrases al oído que te querías ir a casa, pues odiabas las fiestas.
Tras muchos años de trabajo se me llegó a considerar una gran abogada, mucha gente se cruzó en mi camino, cuestionando mi trabajo y no les culpo, yo también lo hice alguna vez.
Siempre me cuestioné por qué no llegué a superarte, mi razón siempre me dijo que era capaz, que podría hacerlo y, sin embargo, nunca pude lograrlo, porque cuando creía hacerlo, cuando otro hombre me rozaba, de manera inconsciente buscaba tus ojos en vez de los suyos y quizá aquello fue mi perdición.
¿No es acaso extraño ver cómo la razón y la pasión son tan diferentes? La razón sabe qué es lo mejor, pero mis pasiones son como un niño pequeño en un parque; no tienen control y te acabas raspando las rodillas. Por eso siempre me he preguntado hasta qué punto nuestros sentimientos se llevan por delante todo el razonamiento lógico que somos capaces de obtener en algún momento de racionalidad, que, en mi caso, suele ser temporal.
Siempre me cuestioné si era una hipócrita o tenía doble moral, pues me prometía a mí misma seguir adelante y, por mucho que lo intenté, no pude; ¿cómo lo hice para cumplir todas las promesas que hice a otros, pero no lo que yo me prometía a mí? Quizá mi manera de actuar era cuestionable, pero ¿qué más da?
Los años siguieron pasando y con ellos mi cuerpo envejeció, mi experiencia duplicó desde la última vez que te vi y entonces entendí el refrán que mi madre solía decirme “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”; mucho sabía ya y poco podía hacer, los años se me echaron encima y los llevaba en la espalda, quizá por eso me dolían tanto las rodillas.
2077 llegó y con él mi jubilación, ya no recordaba tu voz, el color exacto de tu pelo ni el olor de tu cuerpo; apenas recordaba nada de ti, pero aún seguías ahí, en mi pecho clavado como una bala.
Con tiempo y paciencia me adapté a mi nueva rutina, era bastante independiente. El cartero venía frecuentemente, al igual que el chico que me traía la compra o muchas otras cosas que, seamos realistas, no tienen ni relevancia ni importan a nadie.
Un día, sin embargo, llamaron a la puerta a una hora inusual, me levanté como pude, pues mi espalda y cadera estaban que no daban para mucho más, al igual que yo, que ya tenía un pie en la tumba como decía el vacilón del cartero cada vez que me veía con el bastón, las arrugas y los ojos siempre cansados.
Abrí la puerta, te vi, ahí de pie luciendo exactamente igual que el día que te fuiste. Se me llenaron los ojos de lágrimas y tú, sin embargo, me miraste con los ojos abiertos como platos. Pude ver cómo un ramo de tulipanes cayó de tu mano, la que tenías tras tu espalda. Solo pude comprender que, aunque tú te quedaste en 2032, yo vivía en 2077.
Julia Alcántara Espadas (4º ESO)
Premio accésit. Concurso de Relato Corto (2023/2024)
IES VALLE DEL HENARES
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