Marcaba el reloj analógico de la pared ya las cuatro en punto de la tarde. Un ambiente triste imperaba en el comedor. Magno Sofía sostenía su cabeza, que mostraba un semblante desazonado, con la mano izquierda. Era inaceptable todo cuanto narraba su buen amigo Justino Hurtado, cuya vida política había alcanzado su fatal desenlace. Un hombre honesto, cualificado y apto para aquello que perseguía altruistamente había sido forzado a abandonar las ambiciones que compartía con quienes lograban hallarse en la cúspide del éxito político.
- ¡Es vergonzoso! – exclamó Magno –. Era para ti, excelente político potencial, inapelable. Son demagogos codiciosos e inexpertos que alimentan la ignorancia popular quienes ascienden hasta la cima del poder o se aproximan a ella, no tú ni nadie semejante. Sus discursos rezuman embustes y en el interior de sus partidos se premia la cercanía al punto en que convergen la codicia, el carisma, la carencia de cualquier escrúpulo capaz de impedir obrar deleznablemente, la imagen y toda cualidad que conduzca a la maximización de votos y beneficios económicos. ¿O has extraído una conclusión diferente?
Justino, cariacontecido, suspiraba, atento a su eviterno amigo. Sus ojos reflejaban un remordimiento salpicado de resentimiento. Cada palabra que Magno enunciaba, pese a su nula experiencia política, constituía un mensaje de absoluta solidez. Sin embargo, durante sus años como militante, no solo fue testigo de conductas despreciables, sino que también había conocido gente de gran calidad humana. Magno siempre había reflexionado de una forma un tanto extremista, pero era admirable su carácter abierto y racional. En tono serio, aunque afable, respondió:
- No tienes fe, Magno, eres demasiado pesimista. Sí, la corrupción abunda y muchos se alzan con ella, pero la gente y sus agrupaciones cambian. Yo, aun con un historial de gratas experiencias, he fracasado, pero he tratado de contribuir a la mejoría del panorama, y es necesario que otros persigan el mismo fin para propiciar un cambio, que no será posible si no se intenta. Además, no todo el mundo choca con un lastre letal como esa lacra de Corona, que ha provocado mi expulsión y la de muchos otros compañeros del partido a los que ha envuelto en problemas legales culpándolos de provocados causados por él.
Magno no fue sorprendido en absoluto por la respuesta. Nadie identificaba la raíz de los problemas. Se le solía calificar de extremista por su criterio, dado el carácter abrumadoramente analítico del mismo. Sus argumentos solían partir de la metafísica, la ciencia, la historia o cualquier origen comprendido gracias a la profundización en una regresión de causas de las adversidades contemporáneas, mas muchos de sus receptores, presas del desconcierto, preferían la enmienda tardía en lugar de la prevención, excepto cuando era ya demasiado tarde. No se hallaba ante una excepción. Se dispuso, sin dificultad, a pronunciar su contestación, pero se le adelantó su esposa:
- Corona – enunció Aurora Minerva, sin perder la compostura, en un tono que denotaba con meridiana claridad la animadversión profesada al sujeto –, Cardo Corona… Nunca lo he soportado, ni con catorce años ni hoy, tras casi tres décadas.
- Siempre hemos escuchado cada palabra tuya sobre él y sus heroicas hazañas – respondió Justino, con sarcasmo –. Te comprendemos, y yo el primero. Era el mismo imán de conflictos que hoy, ¿verdad? Y, para colmo, cualquier día lo veremos en la televisión otra vez. Considerando su forma de complacer a sus superiores, apoyando sus actos incondicionalmente y asistiendo a todas las asambleas y manifestaciones que le convienen, dudo que falte mucho.
- Un soez, un embustero, un petulante, un vanidoso, un ignorante, un perezoso, un interesado, un mujeriego egoísta… pero astuto: siempre lograba escabullirse; lanzaba la piedra, escondía la mano y lograba lo que ansiaba. Si le convenía, se aprovechaba de la inocencia de otros, como yo y más compañeros, compañeras en especial. Para incrementar sus calificaciones, trataba de parecerles lo que no era a los profesores, a quienes bañaba en injurias en su ausencia.
- Y de ese modo – intervino Magno, con voz pausada, alternando entre Aurora y Justino la dirección de su mirada –, priorizando sus intereses y valiéndose de subterfugios y lisonjas, es como Corona y sus semejantes atraviesan los filtros políticos que han supuesto una barrera para ti. No obstante, su triunfo no es la enfermedad, sino el síntoma, síntoma de la necedad inherente a la especie humana.
- Ya tardabas – pronunció Justino, clavando sus pupilas en las de su Magno –. Te rindes antes de comenzar. Partiendo así, por supuesto que está todo perdido. “La necedad inherente a la especie humana”. Nunca lograré comprender ese pesimismo constante tuyo según el que la buena voluntad lleva al fracaso. Es posible cambiar esto, ¿o no existen países con políticos competentes, o al menos más que los españoles?
- ¿Cambiar esto? No así. No aprendemos de la historia, con independencia de cuánto propugnemos los profesores, si lo hacemos, la valoración popular óptima y la aplicación de su estudio. Todo cuanto sucede hoy en las instituciones que nos gobiernan ha sucedido, difiriendo en meros matices, durante cada breve o larga era. Observad a los jóvenes: atienden a tendencias efímeras que olvidan tras su reemplazo sucesivamente. ¿Cómo valorarían entonces episodios tan pretéritos como aquellos de que los informamos y jamás aprenderán empíricamente?
- ¿Tampoco confías en la juventud? Tiene todo el potencial necesario para relevarnos, o más incluso. ¿Cuál es su problema?
- El mismo, con nimias diferencias, que azota a cada generación: la insuficiencia del uso de la razón que poseen en su juventud cultiva la semilla regada durante el resto de su vida, floreciendo así la obstinación, que contrasta con las alteraciones constantes de nuestro entorno. Corona es un sujeto idóneo para su lograr su fin: su estatura supera el promedio, su rostro es simétrico, su voz suena grave, su complexión cumple con los estándares populares de belleza y su ingenio y voluntad son aptos para ello, aunque esconda tras toda una mezquindad que no puede disimularse a la perfección. Los votantes, pasionales y concupiscibles, no analizan las propuestas de aquellos a quienes pretenden entregar el poder, sino que permanecen susceptibles de la manipulación que los domina mediante discursos populistas e imágenes satisfactorias. Si ellos no buscan el verdadero conocimiento, naturalmente, tampoco sus representantes. Y Corona es un simple megalómano ignorante y vanaglorioso, solo buscó sus títulos, al igual que la desafortunada mayoría del alumnado, ¿no es así, querida?
- Sus títulos y mucho más – añadió Aurora, ligeramente intranquila por la saturación que exhibía el rostro de Justino –, pero no estudiaba motivado por aprender, eso saltaba a la vista. Al menos así era cuando coincidía conmigo. Afortunadamente, él siguió el camino de la política y yo preferí el del arte.
- Bien – respondió Justino a Magno –. ¿Qué propones? ¿Debemos permanecer encerrados por nuestra autopercepción? ¿Ni siquiera somos capaces de mejorar ligeramente la sociedad y la política que nosotros mismos hemos construido? ¿No somos flexibles en absoluto?
- Por supuesto que sí, mas no fueron los políticos quienes integraban aquel colectivo al que Mandela debió convencer para propiciar un cambio social ni la copa de un árbol lo que debe cercenarse para impedir su crecimiento o deshacerse de él por completo. Jamás huiremos de la necedad intrínseca que tanto lamento, pero, si podemos mejorar desde nuestra cotidianidad hasta la política, la clave radica en la mentalidad popular y no en lo que la misma ya ha designado.
- A veces no comprendo – dijo Justino entre suspiros – por qué impartes Historia y no Filosofía, teniendo también dicha carrera.
- ¿Impartir Filosofía sin filosofar ni estimular el pensamiento crítico? En la educación española prima hegemónicamente el aprendizaje memorístico – pronunció Magno, comunicando mediante sus gestos, tono y expresión la seguridad con que enunciaba su respuesta –. Prefiero instruir en una rama del saber a cuyo método didáctico óptimo puedo aproximarme.
Justino se disponía a prolongar la amistosa discusión. No obstante, puesto que hubieron comido antes de la conversación, llegó Ángela, su esposa, sosteniendo una bandeja con cuatro cafés humeantes.
El frío silencio contrastaba con el calor y el vapor que desprendía el café. Ángela sostenía su taza y bebía pequeños pero frecuentes tragos. Magno, Aurora y Justino, meditabundos, reflexionaban acerca de las palabras que habían intercambiado recientemente. Aunque las discordaban, la comprensión y la empatía eran recíprocas, pese a cuánto le costaba a Justino creer que la complejidad de los argumentos de Magno no disimulase una vulneración discreta de alguna ley lógica. Ángela observaba a su marido y a sus amigos, siéndole suscitada una curiosidad que la condujo a comentar:
- Qué callados estáis.
- Es el café – respondió Justino –. Je, je.
- Y las conversaciones – añadió Aurora –, que aportan mucho que pensar.
- Ja, ja, ja – rio Ángela, de forma apagada y en voz baja –. No esperaba nada muy diferente.
Durante una hora aproximadamente, se sucedieron diálogos acerca de temas baladíes y otros ya abordados aquel día. Tras todos ellos, Magno y Aurora debían abandonar el domicilio de sus amigos. En una calurosa despedida, Magno incitó a Justino a apostar por el pensamiento positivo, a fijarse en sus más destacables virtudes y a no culparse del fracaso económico en que había derivado, mientras su receptor, con viva gratitud, reconsideraba el pesimismo constante que le había atribuido a quien estaba evidenciando fehacientemente lo contrario. Lo observaba fijamente sin saber con exactitud qué decir.
Magno debía acudir a la universidad donde trabajaba para investigar en un proyecto del que era voluntario. En marcha, dentro de su automóvil, conversaron en busca de algún modo de ayudar a Justino y a Ángela, pero el resultado no fue más que un sentimiento de impotencia.
Cernida la noche y concluida su labor, Magno abandonó el centro y Aurora lo esperaba ya sentada para conducir. A la salida, vio a uno de sus alumnos habituales junto a otro muchacho. Los jóvenes permanecían inmóviles, sentados en un banco y sosteniendo sus teléfonos móviles como si sus ojos necesitasen visualizar la pantalla incesantemente para salvaguardar su salud. Junto a ellos, había una mujer de unos ochenta años de edad que los miraba dubitativa y con cierta preocupación. Antes de marcharse, decidió saludarlo:
- Buenas tardes, Carlos.
Tras un par de segundos, el joven alzó la cabeza con una mirada estólida, aún en la transición psíquica del mundo virtual al tangible. El docente, tan acostumbrado a la adicción popular como aterrado por la misma, lo miraba con expresión paciente e insatisfecha.
- Ah, hola, profe, ¿qué tal?
- Bien, sin ningún vicio que me lastre. ¿Y tú?
La anciana reía. Concordaba con el profesor en lo referido al comportamiento estúpido de los muchachos.
- Todo bien – respondió Carlos, echando otro vistazo momentáneo a la pantalla –.
- ¿Estás preparado para el examen del jueves?
- Pfff… Pues más o menos. Entre el Pedro I, el Alfonso VI, que si los moros, que si los cristianos, las guerras, las batallas… Qué tostón. A ver si me lo quito ya de encima, apruebo y me lo quito.
- Ja, ja – rio Magno, en un tono irónico y con el fin exclusivo de no expresarse de forma más desagradable –. Qué pasión te mueve por lo que estudias, por lo que escogiste voluntariamente entre la inmensa diversidad de opciones.
- Profe, sí me gusta la historia, pero este temario es un tostón y casi que me lo quitaría si pudiera. Me hago un lío… No me acuerdo ahora ni de cómo llamaban al Pedro I.
- ¡El Cruel! – intervino la señora.
- Eso, abuela, es verdad – dijo el alumno, mientras Magno lanzaba una mirada alegre a la fémina –. Joder, sabes más que yo estudiando…
- Es usted Magno, ¿verdad? – continuó la abuela de Carlos –.
- Correcto, señora. Encantado de conocerla.
- El placer es mío, señor. Mi nieto me ha hablado muy bien de usted.
- Me alegra que estés satisfecho conmigo, Carlos, aunque no disfrutes tanto del temario…
- Pero eres el que explica mejor – respondió el joven –. Los otros profesores solo leen una presentación como si fueran alumnos exponiendo. Además, tú te preocupas por nosotros.
- Ya ves – dijo el otro muchacho, a cuyo teléfono se le había terminado justo entonces la batería –. Es que… Pfff… Lo que hay que empollar y aguantar para cobrar bien en unos años.
Magno Sofía frunció el ceño ligeramente y separó los labios para hablar, cuando la abuela dijo:
- Qué chicos. ¡Pues ya me habría gustado a mí poder estudiar con vuestra edad! Sin embargo, lo único que podía hacer era trabajar para no pasar aún más hambre. Además, poco me faltaba para parir a tu padre. Y vosotros os quejáis.
- Carlos, tu abuela sabe lo que dice, escuchadla – recomendó el docente –. No valoráis vuestro privilegio. Estoy convencido de que escasean quienes enfocan nuestro día a día del mismo modo que ella.
Ambos muchachos permanecían en un silencio incómodo cuya salida no encontraron por sí solos. Creyendo evadirse eficazmente de la realidad, como siempre ocurría, huyeron observando de nuevo las pantallas de sus teléfonos, pese al agotamiento de la batería de uno de ellos, cuyo dueño lo miró igualmente, pues lo hacía de forma empedernida. La gran afinidad entre Magno y la anciana, quienes disfrutaron del diálogo y del silencio, fue la más clara conclusión extraída de la conversación, que debía finalizar.
- Lamento la brevedad del encuentro – se disculpó Magno –, pero debo marcharme.
- Entiendo, profesor – contestó la abuela –. ¡Uy! Dónde están mis modales. Me llamo María Adelaida. No me había presentado.
- Ha sido un placer, señora. Extraviaremos invaluables riquezas cuando la sabiduría de su generación cese de cuidarnos. Carlos, hasta pronto.
- Cuídate, profe – respondió el joven, levantando la cabeza –. Y no quiero decepcionarte, no creas que no tengo ningún interés.
- Ja, ja, ja. Confío en que no me decepcionarás: eres muy joven y de gran potencial.
Tras despedirse solo de su alumno y de la anciana, dado que el amigo de Carlos ni siquiera se dignó a presentarse ni a dirigirle una sola palabra, sino que se había limitado a intervenir brevemente empleando un lenguaje coloquial como siendo únicamente los dos estudiantes quienes nutrían el diálogo, Magno entró en su pequeño automóvil para abandonar la descomunal urbe de Madrid, tras todo un día allí, y dirigirse finalmente al parvo pueblo donde residía junto a su esposa.
Terminando la cena, Aurora percibía ensimismado a su marido. Se sentían saturados y habían conversado poco durante el trayecto: siempre habían rechazado la idea de distraer a un conductor.
- Y… ¿cómo ha ido? – preguntó la mujer, con el interés y la atención que la caracterizaban –. ¿Algún nuevo avance importante?
Magno negó con un lento movimiento de cabeza y, seguidamente, casi susurrando, pronunció:
- Se cancela el proyecto.
- ¡¿Cómo?! ¿Por qué? ¿No disponéis de medios suficientes? ¿No hay bastante gente?
- No hay interés.
- ¿Que no hay interés?
- ¡No hay interés en descubrir nada, solo ánimo de lucro! Ha sido la colisión de intereses la muerte de toda la investigación. Hoy ni siquiera se ha hablado de arqueología. Se ha negociado. Nada más.
Aurora miraba fijamente a su cónyuge, cabizbajo. Solo anhelaba verle una sonrisa y el estado sosegado y feliz que frecuentaba. Agarró su mano mientras meditaba qué responder. Sentía una impotencia similar a la que le producía la coyuntura de Justino y Ángela. El día había sido un cúmulo de decepciones críticas.
- Es patético – declaró ella, concordando sinceramente con el pensamiento de Magno –. Así progresa la sociedad.
- Y siempre así. Es solo nuestro dinero el aporte que nos precisan. Nuestro sucio dinero, querida, nuestro poder adquisitivo, nuestro poder para acaparar bienes y consumir servicios. Un simple medio de cambio y cobro es lo que se ha designado como regidor universal. Nuestro dinero y, casi me olvido, también nuestro tiempo y nuestro control.
- Nos seguiremos teniendo el uno al otro – dijo Aurora, con el fin de consolar a su marido –, y a más gente con quien congeniar y por quien esforzarnos.
- Por supuesto. Y, si hoy ninguna lágrima se halla forzada a salir de mí, es debido a quienes mencionas. La educación doméstica y académica hoy, no obstante, se niega a conservar a esas personas. El atisbo de esperanza que representan se disipa paulatinamente, como un rayo de luz solar que desaparece eclipsado por las nubes oscuras anunciantes de una tormenta devastadora.
El silencio se cernió sobre la pareja. Los ojos de Aurora comenzaron a brillar. Magno la abrazó y ella besó su mejilla.
Álvaro Galán Dávila – 2º de Bachillerato
Primer premio. Concurso de Relato Corto 2023/2024
IES VALLE DEL HENARES
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